“Y lo siniestro se extendió como mancha de aceite derramada sobre la tierra. De golpe, los demonios que el hombre lleva escondidos, dormidos, en sigilo, a la espera de la ocasión, salieron a la luz. No hubo contención, los principios del cristianismo, tan predicados por los curas en los púlpitos, quedaron en suspenso, como sin retórica dijo el cura subido a una silla en la plaza del Castillo: “desde este momento queda abolido el quinto mandamiento”, ante la tropa bisoña de mozos sacados de sus faenas de verano, vestidos de requetés, o el otro párroco que desde el balcón del Ayuntamiento arengó a los que iban al frente con aquello de que había que extirpar “la manzana podrida, la mala hierba”, justificando lo que estaba ocurriendo. El clero no supo bien, no calculó, qué iba a traer su predicación, ya que días antes de la rebelión militar iban de casa en casa, como eficaces agentes reclutadores, convenciendo a los indecisos para incorporarse a lo que luego ellos mismo apellidarían “movimiento nacional para la Salvación de España”, levantados bajo el lema de “por Dios y por España”, y sus despachos parroquiales, eran a su manera, banderines de enganche de la sublevación. No era novedad, pues reproducían a escala natural su comportamiento en las otras dos guerras carlistas anteriores. Porque esta era otra guerra carlista, la última, y además, como las otras, perdida. Esta vez para siempre.
Y distinto a las otras se organizó, con espontaneidad sanguinaria, la matanza. No es posible que, entre los pueblos civilizados, se haya podido dar caso similar.
Las orillas de los caminos y carreteras, las tapias de los cementerios se llenaron de cadáveres. Las recuas de los arrieros se detenían asombradas ante los muertos abandonados pues no hubo tiempo o cuidado, de enterrarlos. Asombro que interpretaba, con su instinto animal, mejor que el humano, de aquellos ojos sin mirada, perplejos, enigmáticos. Los viajeros a pie, los repartidores de pan, o los ordinarios con su carro de suministro de venta en ambulancia, preferían los atajos a los caminos, temerosos de los muertos sin enterrar. Agujereados, por tiros de pistola o fusil, un poco antes habían sido sacados de sus camas, o del tajo cuando segaban la mies, sacrificaban un cordero en el banco “patíbulo de su modesta carnicería, preguntanndo sin recibir respuesta por qué, y adonde lo llevaban. Transportados en furgonetas o a pie hasta el lugar donde iban a ser ejecutados sin más sentencia que la de los fusiladores, eran ejecutados y los dejaban allí abandonados pues carecían de tiempo para dar abasto a su pretendida limpieza de exterminio. Cualquier viajero a pie, o en el coche de línea, que se detenía estorbado por los cadáveres, identificaba los muertos, “este es el cartero de Sansol”, “este el maestrillo”.
Se organizaban expediciones punitivas a la busca y captura de desafectos, votantes a la República, y eran pequeños grupos fanatizados, actuando siempre de noche, en merodeo carroñero, y siempre siguiendo la lista suministrada por confidentes y delatores del propio pueblo que visitaban. Les acompañaba en la captura nocturna el sereno, un Alguacil, o quien se prestaba a ello. A veces el mismo sereno corregía la lista: “Este no, este cumple con Pascua”. Volvían ufanos de su misión cumplida dando cuenta del trabajo que a sí mismos se habían encomendado: “hemos dejado tan limpios esos pueblos, que hasta le hemos dado el pasaporte a un alcalde que llevaba ocho años sin ir a misa”.
Los fusilados in extremis, a toda prisa, quedaban a merced de la depredación de alimañas y pájaros carroñeros. Se reproducían a lo vivo, y a gran escala, los “horrores de la guerra”, de Goya. Eran muertes ejemplificadoras, o como dijo Mola, el general sublevado, que la escarda “sirva de escarmiento” “sembrar el terror en la retaguardia”, “asustar al enemigo para inmovilizarlo” y hacer imposible una reacción inmediata. Y no se inscribían en libro de defunción alguno, resultaba imposible ya que los cadáveres no llevaban papel alguno identificador, aunque en algunos casos, en los libros parroquiales la mano piadosa de un cura puso como motivo de la defunción “muerto por el peso de la justicia” o “muerto en el frente de Estella”, eufemismo que se utilizó para un frente que nunca existió. Suerte tuvieron los identificados, pocos, insertos en esos libros, pues los mas quedaron como cadáveres anónimos amontonados en las cunetas, y los campos anejos. Al camposanto, al atardecer cada tarde llegaba un camión que transportó ganado con la carga de muertos que habían tenido la suerte de ser enterrados en sagrado. Y al atardecer también, cuando los chicos salían de la escuela subidos a las tapias de la huesera, en el cementerio, contemplaban curiosos y sin espanto, como espectáculo al que se habían acostumbrado, los cadáveres hacinados en montón. Contaban después en clase cómo vieron descargar de los camiones a los muertos, ninguno conocido, pues eran de los pueblos vecinos, traídos a que les diese tierra el sepulturero municipal [… ]”
Autor: Pablo Antoñana
El text anterior, de Pablo Antoñana (1927-2009), correspon a un fragment de “Comienza la barbarie”, on ens narra les matances que feien “Por Dios y por España” els adeptes al cop d’estat militar del 1936 entre els civils que havien estat partidaris del govern democràtic.
Oriol López
Terrible!
Certament, i és una part de la història que, des de l’oficialitat, se’ns ha amagat. I crec que l’única vacuna perquè això no es repeteixi és que es conegui el que va passar i el per què.
Es necessita una Wikileaks espanyola amb tota urgència!!!
Amb la famosa (per alguns) transició es va agafar l’escombra i es va ocultar tota la merda sota la catifa.
Se’n va fer un gra massa. Ara ens en penedim. És tard?
Cal que aixequem aquesta catifa i que fem net, justícia potser ja no, perquè molts dels culpables ja han mort, però cal saber què va passar. Mantenir aquesta amnèsia del nostre passat no permet ni entendre el present ni construir el futur.